lunes, 9 de agosto de 2010

Jabón Casero

Como me gusta estar tumbada en este interminable banzo de granito. El “gran sofá” como lo llamamos nosotros. Mi Malecón. Me encanta sentir la humedad de la piedra bajo mi espalda. Esa piedra sobre la que rompen todas las olas del día y de la noche, dejando paso a más olas, a más días, a más noches. Inspiro, porque me ahogo. Huele bien. Lo cubanos olemos bien, a jabón casero, dulce. Nuestras ropas también se lavan con sosa aromatizada y desinfectante. El olor viene y va gracias al vaivén de los trapos colgados en los balcones ruinosos, aspirando a ser reconstruidos.

Me abro la camisa, me encanta sentir como las gotas salpican mi pecho. Miro a las diez y por encima de botes de cola y ron, reivindicando, como de costumbre, su cubalibre, diviso la fortaleza del Morro. Expiro, sin importar el ruido que emite mi angustia. En el fondo, entre cientos de personas sentados a la puesta de sol, estoy sola. Los cubanos estamos solos.

Fue hace 5 meses cuando conocí a Ignacio. Yo estaba sentada en primera fila, como le gustaba a mi madre que estuviera, escuchando una de sus charlas sobre sexualidad y educación cubana tan apestosamente cínicas que a ella como Ministra del Régimen le tocaba impartir. Aquello vendía, sin importar la letra pequeña del contrato. Hablaba del respeto hacia la mujer cubana, de la dignidad y de la responsabilidad de los padres con los hijos.

Ignacio entró tarde a la sala, se cayó sobre mi sitio. Tropezó con mis piernas, ordinariamente estiradas y abiertas con el deseo de llamar a mi madre por su nombre. Era periodista, español. Mitómano de mi madre por cómo estaba luchando por defender los derechos de la mujer en un país con dos industrias, el sexo en la ciudad y el sexo en la playa. Eso lo digo yo. Él, tardaría un poco más en darse cuenta.

Pasamos la noche en el Hotel Nacional, como era de costumbre que sucediera cada vez que se organizaba una conferencia. Bajé al bar y comencé a tocar el piano. Estaba sola, con mis miserias, con mis sueños. Me llamo Eliane, soy pianista e hija bastarda de una madre ministra. Aquella tarde habíamos discutido duramente sobre la posibilidad de hacer un viaje a Francia para avanzar en mi carrera artística. Por supuesto, mi carrera estaba en Cuba.

Ignacio bajó a tomar una copa, o probablemente ya estaba allí. Era muy atractivo. Me había fijado por la mañana en su manera de hablar, en el juicio de sus preguntas, en su letra zurda. Me atrajo. Se acercó a mí e interrumpiendo mi “bossa nova”, nos descubrimos fusionando nuestros cuerpos en el recorrido del ascensor a su habitación. Pasamos juntos los siguientes días. Nos enamoramos, volvió a por mi, dos veces. Bueno, volvió a por nuestro hijo y a por mi.

Mi madre no lo permitió, incongruencias de la letra pequeña.

- No puedo creer que prefieres que tu hija y tu nieto vivan infelices. No puedo creer que robes a tu hija, lo que tú siempre quisiste tener y proclamas en tus charlas…un padre para su hijo- le reprochaba Ignacio.

- Yo nunca quise un hombre a mi lado ¡Tú que sabrás!- increpaba mi madre.

Ignacio renunció a la lucha y desapareció. La victoria, siempre, es para los cubanos. Aquí estoy, cinco meses después, tumbada con mi hijo en mi vientre, en mi Malecón. Pensaba en mi condición de bastarda, una de tantas hijas no reconocidas por su poderoso padre.

- ¡Va por ti, querido comandante!

Me introduzco la pastilla de arsénico bajo la lengua, me abro del todo la camisa, refugio a mi hijo entre mis manos. Me dejo caer al vacío de espuma y sal.

María Cabada.

Agosto 2010.

lunes, 2 de agosto de 2010

Prueba primera

Soy Susana, vivo en un mundo real, bueno, un mundo real vive alrededor de Susana. Casi todos los días Susana se baja de ese mundo, para tomar el tren del mundo de María. Unas veces se baja en la primera estación, otras recorre la línea entera. Cuando baja, Susana quiere seguir siendo María, pero no puede... o sí.



En el andén del nuevo día a veces Susana comienza siendo María.